Gasto Cottino es coordinador del Centro Infanto Juvenil Número 6 de Lavalle. Y aquí nos cuenta la jugosa vivencia (y el desafío) de hacer a diario varios kilómetros para asistir a niños y adolescentes con diversos tipos de problemas en ese departamento mendocino
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Una mañana cualquiera, con el sol custodiando el despertar, los niños de Lavalle, y de todos lados, se levantan mayormente para ir a la escuela. Los esperan los juegos, dentro y fuera de los límites, las bicicletas con parrilla en la que pueden subir al hermano, la comida del comedor, tal vez la tele, la mesa más o menos familiar, algunos silencios, algunas palabras y la almohada con un techo de sueños. Algunos siguen contando a las bolitas entre sus juegos predilectos.
Buena parte de estos niños se enmarcan en alguna de las pobrezas que miden los índices económicos. Y buena parte de estos niños no se dejan atrapar por las noticias de violencia escolar, depresión y psicosis infantiles y comienzos prematuros en el consumo de sustancias. Los comentarios expertos y las estadística hechas en otros lados, y en otros tiempos, por suerte, dicen muy poco acerca de ellos.
Sin embargo, en una cultura y en una época fuertemente signada por la economía y el rendimiento, tampoco está tan bueno quedar afuera de los números. Y aunque esta suele ser la voz que ordena poner en marcha los engranajes de cierto sistema, el quedar afuera no tiene solamente que ver con cuentas que no se sacan.
Hablo desde nuestro Centro Infanto Juvenil de Salud Mental de Lavalle, pero debo aclarar que pertenecemos a la Dirección General de Salud Mental y que existen allí, entre otros dispositivos y estrategias de intervención, otros Centros Infanto-Juvenil, que desde otros departamentos, entiendo, pueden dar cuenta de sus distintos modos de alojamiento y respuestas a los malestares de cada niño y adolescente.
Entonces, quienes trabajamos en salud mental con niños y adolescentes, hacemos la experiencia diaria de cuán afuera se puede quedar un sujeto, en este caso un niño, por el hecho de que el mundo adulto (familiar, de salud, escolar, etc.) no le hace lugar a su palabra ni a su cuerpo, es decir, no lo atiende, no lo escucha. El niño no es un adulto en formación, por lo tanto nuestra razón no puede deducir así porque sí sus deseos, sus angustias ni sus broncas.
La función del límite y del “no”, siempre imprescindibles, en mano de los grandes, no pueden volverse el único recurso a la hora de enfrentar lo “desadaptativo”. La aplicación del límite, o el intento de hacerlo, se desdibujan, si no está en función de posibilitar el desarrollo. Y el recurso terapéutico del psicofármaco, tampoco puede ser invocado como salvavidas de una clase escolar que se hunde o de una familia que naufraga.
La nostalgia del padre con mayúsculas en cualquiera de sus versiones: el señor juez con sus medidas, el hogar sustituto y hasta el Estado Benefactor; tampoco pueden acudir siempre en nuestra ayuda, o en tal caso, ya no pueden operar con la eficacia que le demandamos. Ni que hablar de lo que encontramos a cambio, por contar un caso: una empresa de comunicaciones afirma no poder llevar una línea telefónica hasta Costa de Araujo, aun tratándose de la salud de los niños, porque “no es rentable”. Cosas del neoliberalismo, que tan bien ubica Foucault en “Nacimiento de la Biopolítica”.
Entonces empezamos a entender que nuestros niños tienen que hacerse un lugar en este contexto, con estas coordenadas socio-políticas y culturales. Que en nuestro caso son, tanto las redes sociales posibilitadoras como las imágenes fetichistas de la tele y cierta desazón respecto del proyecto de vida que les vuelve desde el mundo adulto. Sin embargo, si hay algo que los niños enseñan cuando se les escucha es que ellos pueden hacerse un lugar, que tienen la responsabilidad para ello, cuando nosotros los alojamos, sea desde lo familiar, sea como agentes de la escucha y de la palabra en una institución cualquiera (claro está, esto no incluye sólo a los profesionales de salud mental).
Pero los que trabajamos allí, ¿estamos en condiciones de captar el lenguaje de cada niño, su pequeña, y a veces escondida, puerta de entrada? Y más aun, ¿estamos a la altura que requiere tan exquisita tarea?, ¿nuestra responsabilidad es acorde a esto?, ¿hacemos de las leyes, como la 26.061, algo posibilitador (retomo el tema de los límites) o la dejamos allí como letra muerta? ¿Somos cómplices del silencio o buscamos maneras de encausar esos deseos petrificados que se esconden detrás de los síntomas, las inhibiciones y las angustias?
Otra vez, (al igual que para las estadísticas que no incluyen) debo decir “por suerte”, existen personas que a contrapelo de las dificultades contractuales, todos los días, desgastando las distancias geográficas, y junto con gente de la comunidad, le ponen el cuerpo a la tarea de escuchar, jugar, trabajar y dejarse enseñar por aquellos chicos. Mucho queda por hacer, pero mucho es lo que se hace.
Así otro día, en donde el sol calienta algo más que una ruta y el perfume del aire nos recuerda que llegamos a buen puerto, cada vez más niños se suben a su bici con parrilla para ir a la escuela, saliendo a veces antes para venir a hablar con su terapeuta al Infanto. Mientras otros, o los mismos, van dejando la siesta para venir a jugar en la ludoteca o empezar a actuar en el teatro comunitario, en paralelo con sus madres. Maravilloso modo de transformar la dureza de nuestras almas en arena del desierto.
Autor: Gastón Cottino, psicólogo psicoanalista.
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